Xalatlaco. La encrucijada de Gabriela en el atentado contra Harfuch
Columna: Calibán
Por Gustavo Baltazar
Era el primer día de trabajo de Gabriela Gómez Cervantes luego de dos meses de confinamiento por la pandemia. Ella vendía garnachas a complacencia del prejuicio godín que meritocráticamente reivindica las horas nalga y los apretones en el metro de casi 40 millones de viajes diarios en la Zona del Valle de México, y que se debaten en el arquetipo dicotómico entre la salsa verde o roja y la quesadilla con o sin queso.
Pero para Gabriela no tuvo elección el día en que una bala dirigida contra el secretario de seguridad ciudadana de la Ciudad de México le dio directo en la cabeza. Ella tenía que trabajar. El más del millón de empleos perdidos por el confinamiento no sólo es el mito fundacional de los berridos de la oposición. “Con esto que está pasando de la pandemia a nosotros nos habían descansado. Íbamos empezando apenas y ahorita nos pasa esto. No tenemos dinero ni nada de esto”, contó una de sus hermanas a uno de los incómodos reporteros, que ni siquiera supo citar los nombres de sus familiares.
El día del atentado del Cártel Jalisco Nueva Generación contra Omar García Harfuch circularon videos testimoniales de algunos habitantes de la colonia Lomas de Chapultepec. En uno de ellos, y con merecida razón, una mujer se cuestiona cómo a las seis de la mañana un balazo rompió su cortina y se atrevió a llenar de vidrios su cama. En otro ejercicio democrático de libre expresión un usuario de Twitter también manifestó su conmoción por no saber si vivía en Culiacán, Reynosa, Tijuana o Las Lomas. Resabios de la narcocultura, que no responden qué hacía Gabriela circulando por ahí a tales horas de la mañana.
Las versiones periodísticas aseguran que Gabriela fue asesinada porque estuvo en el lugar equivocado o porque la mala suerte quiso que cruzara por el paseo de la Reforma y Prado Sur justo en el momento del atentado. La fatalidad es lo más seguro cuando no podemos explicar por qué alguien recorre hasta cuatro horas diarias para ir y venir de casa al trabajo durante diez años.
Cuando en el 2010 Gabriela y su esposo comenzaron a viajar desde El Potrero, ayuntamiento de Xalatlaco, en el Estado de México, el municipio contaba con 26 mil 865 habitantes, de los cuales más de 25 mil 700 eran clasificados como “vulnerables”, “pobres moderados” y “pobres extremos”. La condescendencia estadística depende de cosas como el piso de concreto, focos o servicios de drenaje.
Gabriela comenzó a vender quesadillas a un lado del Auditorio Nacional cuando su municipio tenía 47 miembros de personal médico para más de 26 mil personas. Si uno con carrera en universidad pública la sufre, imagínense las más de 17 mil 400 personas con educación básica trunca de Xalatlaco en el 2010.
Pero tal vez no fue el destino lo que hizo que Gabriela se atravesara desafortunadamente en la estrategia de seguridad contra el crimen organizado, que resultó en 12 detenidos al mediodía por el atentado contra Harfuch y en 10 mil pesos como “gastos de traslado” para sus familiares, sino su punto de partida, Xalatlaco, con casi 14 mil personas trabajando con dos salarios mínimos como máximo, mismos que en el 2010 equivalían a 115 pesos.
Luego de morir en la colonia más opulenta de la Ciudad de México, siendo parte de la indignación capitalina que ahora se espabila porque “el narco llegó a la ciudad”, este fin de semana el cuerpo de Gabriela regresó a El Potrero sin poder explicar la desgracia de su encrucijada. Los godínez se habían ido por la pandemia, pero Xalatlaco sigue ahí, casi igual que cuando ella decidió partir para trabajar.